El
asesino del serrucho
Para Lian Lanzani no existía un motivo para matar. Caminaba por la
carretera con las manos manchadas de sangre. Sostenía un serrucho. Lian Era un
joven como tú, como el que alguna vez fuiste o como en el que algún día te transformarás.
Con esto no quiero decir que te volverás un asesino en serie, ni un hombre
desquiciado al que la vida se ha encargado de darle por culo; sólo digo,
muchacho, que te crecerán pelos en las pelotas, tu polla empezará a
desarrollarse y, a pesar de la mierda religiosa que te inculquen en el colegio,
comenzarás a echarte tus primeras pajas pensando en una virgen con la falda sobre
los muslos. Por eso digo que serás un sujeto como Lian, tal como lo fue tu
padre o como el pobre diablo que escribe esta crónica. Un hombre al que si le
hacen un agujero con una bala, sangrará; un hombre al que si no se le atiende
pronto, caerá tendido sobre unos brazos huesudos. Por eso digo que cuando Lian
tenía tu edad era un sujeto como tú. Si ya no eres joven, imagínate a ti mismo cuando
te echabas unos cuantos polvos con una mujer desconocida (si no lo hiciste, tal
vez no hayas tenido una vida real, tal vez hayas vivido encerrado en un código
ético invisible: eras un maldito perdedor que después de casarse quiso probar
la infidelidad). Sólo no me culpes si acierto. Puede que no. Pero son cosas que
pasan. Cosas de la vida. Todo este proceso es un proceso natural. Si no
experimentas las drogas a su debido tiempo, tarde o temprano vas a querer que
ellas experimenten contigo. Recuerda que durante o después de terminar la
escuela (épocas en las que solías irte con prostitutas), algunos conocidos te
invitaban un cigarrillo de marihuana y, si tú lo aceptabas, sólo era para que
la banda le abriera sus puertas a un tonto más. Pero dentro de tu cabeza no te
creías un tonto, sino uno de los sujetos listos del grupo. Algunos segundos más
tarde te llevabas la chicharrera a la boca y terminabas inhalando las primeras
toxinas de un componente llamado delta-9-tetrahidrocarbocannabinol. En ese
entonces, cuando merodeabas por las calles como un vagabundo, desconocías su
nombre. Quizá ahora sea la primera vez que lo leas o tal vez pueda darse el
caso de que te guste leer sobre las drogas y sus efectos y, en este momento, te
estés muriendo de hilaridad. No soy más que un sujeto que detrás de una
computadora pierde al jugar a ser dios (es lo que estás pensando); que apuesta a
atinar el camino que sigue el hombre sólo porque cree tener un poco más de
imaginación que el resto. Lian Lanzani, mejor conocido como el Asesino del
Serrucho, también era un sujeto que había desarrollado ese talento. Él creía que estaba maldito. Que tenía
imaginación para matar. Cuando Lian afilaba su arma en el matadero observaba
las jaulas en las que encerraba a esas bestias con pelo negro y ojos que
parecían mirar a cualquier dirección. Eran ojos asustados. Luego apagaba las
velas con un soplido. Arrastraba las botas de vaquero y, con la cabeza gacha,
cubierta por una melena de cabellos gruesos, se detenía frente a un escritorio
cubierto de polvo. Lian extendía la mano para abrir el cajón. Se aferraba a la
manija. La jalaba. Y se escuchaba a un chirrido antiguo pasearse por un
corredor temporal. Dentro no encontraba nada más que cadáveres de cangrejos,
naipes repetidos con la figura del carruaje y del hombre ahorcado, una rosa, un
tulipán, un clavel (todos marchitos), piedras de la suerte y un manojo de
llaves de carcelero. Lian Lanzani sonreía mientras se daba la vuelta para abrir
las pequeñas celdas. Tomaría a los animales peludos del pescuezo para echarlos
sobre la mesa y empezar a serruchar: adelante, atrás, adelante, atrás. Carne
que se abre. Huesos que crujen. La sangre salpica sobre su rostro. Lian se pasa
la lengua por los labios para saborearla. «Exquisita», piensa y luego te mira. Tú
crees que parece un buen hombre. Uno que se preocupa por los animales. Pero
todo es una vil ilusión de tu cerebro. Te sientes mareado. Confuso. Es la única
manera como ayudarías a un asesino que mata gatos con un serrucho.
Cuando el mozuelo salía de casa lo hacía para cazar. Caminaba por la
carretera arrastrando su arma. Su respiración era acelerada. Las gotas de sudor
le chorreaban como si fuera un puerco cocinándose en un horno. Lian se
convertía en una sombra que dejaba una estela con olor a berrinche y, sólo por
eso, los felinos se acercaban a él. Si no podía cogerlos sabía que los cogería
la noche siguiente o la que seguía de la subsiguiente. El hombre tenía tantos prisioneros
como inocentes que fueron condenados a la inquisición.
Uno. Dos. Tres.
Lian se concentraba. Le gustaba escuchar gritos. Sólo tomaba el serrucho
para cortar las patitas de los felinos y, además, un escalpelo para hacerles un
corte sobre el sexo: se trataba de una incisión que le daba la vuelta al torso,
de modo que podía meter sus pequeños dedos y arrancarles la piel como si les
sacara un polo.
Lian tiraba.
El felino maullaba.
Se contorsionaba.
Su cuerpo, sujeto a la mesa por unas correas de cuero, quedaba indefenso
ante la ferocidad de su nuevo dueño. Los nervios del gato se estiraban mientras
la carne cruda que le ardía bajo el pellejo destellaba en un brío cargado de
humedad. Miauuuu. Se oía. Pero era un maullido como el que nunca antes has
escuchado. El alarido se perciben hasta las estrellas, las cuales, a años luz,
parecen morir a la par con el animal.
Lian Lanzani levantaba la mirada para ver los luceros a través de su
ventana: luceros que destellaban a cientos de millones de años en el universo.
Durante esa noche pensó que si cada segundo moría una estrella, ¿por qué no
podrían morir hombres o animales también a cada segundo? Lian Lanzani creía que
el universo era una maquinaria en la que cada ser vivo cumplía un rol. El rol
del Asesino del Serrucho era el de matar gatos. Después de que les arrancaba la
piel, trozaba los cadáveres en pedazos para preparar caldo con especias,
verdura y aletas de pescado.
Al interior del taller una tabla húmeda se manchaba de
rojo…
El machete golpeaba la madera. Cercenaba una pata y se formaba un charco
oscuro. Con las manos sucias de sangre y pelo, Lian Lanzani abría la puerta del
baño para lavarse. Giraba la manivela del caño. El agua empezaba a chorrear. Después
de secarse con una toalla sucia volvía por el mismo camino hacia la nevera. La
abría. Tomaba un poco de carne cruda almacenada en botellas de cristal y
apuraba los pies hacia la alacena. En unos segundos cogería un trozo de pan de
centeno. Se lo metería a la boca. Pero antes, le untaría mantequilla o salsa
roja. El asesino se preparaba para cenar.
Recuerda que… los asesinos como tú también tienen un
rol que cumplir en el mundo.
Copiado
de las Crónicas de los maquinistas.