diciembre 11, 2013

Capítulo 1 - El club de baloncesto

1

Se miró al espejo. El reflejo de una imagen con los hombros huesudos la atemorizaba como todas las mañanas desde que alcanzó la pubertad. A Gwenn Higheels le habían dicho que la pubertad era algo así como el principio de una carrera hacia las lenguas del infierno (unas lenguas húmedas). O lo había leído en alguna revista, periódico o en alguna pared pintarrajeada de la ciudad. La verdad era que no lo recordaba. Una noche cuando se sentó junto a su hermana, ésta le dijo que al interior del averno el calor era tan intenso que una mujer debía caminar desnuda.

—Todo empieza cuando viene el primer sangrado. Madre me dijo que debíamos sentirnos sucias, porque desde ese momento despertamos las pasiones del diablo. Pero descuida, pequeña, que para nosotras despertar pasiones es algo natural, y da igual si son del diablo o de quien sea. Abrázame, ven acá. No tienes por qué llorar cuando las demás te miran a los ojos y se burlan.

Gwenn se inclinó para abrazar a su hermana, pero las lágrimas (realmente incontenibles) continuaban brotando. En realidad no era tan fácil mantenerse firme mientras las otras niñas se reían de su mala fortuna. El menstruo había llegado mientras se bañaban juntas en la ducha. Las cinco habían sido castigadas por jugarle una broma a la madre superiora (por supuesto que Gwenn había sido una víctima. Por supuesto que no tenía nada que ver. Por supuesto que las otras le habían echado toda la culpa) y, fue la pelirroja, la pecosa de nombre Colette Daniels, la que la señaló ante sus compañeras porque un hilillo de sangre empezaba a correrle por la entrepierna.

Entonces comenzaron las carcajadas.

Y el sonido de las regaderas echando agua, y un ruido de vapor, de respiración agitada, y una niebla opaca que ensombrece la visión de las personas y el cháschás de las gotitas golpeteando la mayólica. Un laberinto. Un infierno chico que, sumado a los gritos de las pequeñas diablezas, hizo que Gwenn se petrificara como una gárgola.

«Por favor... Sólo quiero que termine... quiero que esto termine ya...»

Sus sueños se iban a cumplir en unos cuantos minutos.

Iban a destruirse...

Solamente para convertirse en algo peor...

Porque cuando una de las monjas irrumpió en el salón de baño las mejillas de Gwenn se ruborizaron y, entonces, fue tratada como la peor escoria de la Clase del 96 de la Secundaria Reverendo Marsdem.

Gwenn sabía de qué se trataba.

—¡Zorra! ¡Eres una zorra, Higheels! —Le gritó la Hermana Dorothy Cassel poco antes de darle una bofetada que la tumbó al suelo. El gope fue directo a los labios. Sonó como un azotaina húmeda, como una nalgada y, una vez más, esa misma tarde, volvería a brotar un hilillo de sangre de unos labios casi tan angostos como los que la pequeña virgen escondía bajo el vientre. Gwenn se encontraba acuclillada en un rincón de la ducha, llorando con el culo húmedo, frío, mientras mantenía la mirada gacha, perdida sobre la mezcolanza de sangre y agua.

—Voy a llamar a tu madre —añadió la Hermana Dorothy, ya mas calmada. Pero en sus ojos podía percibirse una mezcla de descepción y repugnancia. Luego cerró la puerta antes de retirarse.

—Fue así como sucedió, Maggie —balbuceó Gwenn temblando sobre los hombros de su hermana. El sudor de su cuerpo empezaba a sembrar un olor a rosas y a lavandas, el cual, parecía opacar a los perfumes que manaban de la bañera atiborrada de burburjas. Gwenn sintió que su hermana le correspondía el abrazo mientras le susurraba unas palabras en el oído; palabras suaves como la espuma; pero al mismo, profundas. Al fin y al cabo le acababa de formular una pregunta. Una pregunta que Gwenn no quizo responder—. Mejor no, Maggie. Es que no deseo recordar esas cosas. Lo único que me gustaría es que esta pesadilla terminara pronto.

Entonces hubo una pausa.

Seguida del sonido de una respiración de alguien que parece estar perdiendo la paciencia.

—Bien. Como tú quieras —respondió finalmente Magie, sabiendo que los ciclos menstruales nunca iban a terminar. Ambas eran mujeres y el sangrado estaba condenado a repetirse.

En ese momento la presión del abrazo disminuyó. Cuando la distancia entre ambas empezó a acrecentarse, Gwenn distinguió su rostro en las facciones de Maggie: unas facciones frías, demacradas, casi sin vida. Era casi como verse a sí misma dentro de unos ocho o nueve años (como una ventana hacia el futuro) y, al mirar a travez de ella, siempre había pensado que llegarían a ser iguales o, por lo menos, casi iguales.

«Prueba de eso son las fotografías.»

Siempre que revisaba los álbumes, Gwenn se veía reflejada en su hermana mayor; por ejemplo cuando Maggie aparecía vestida de abeja en una fiesta infantil; o cuando usó un vestido de bobos blancos en el matrimonio de Dorothea Humpfrey, la mejor amiga de madre; o cuando Maggie, ya entonces conocida como Trude la Roja (más o menos durante su primer año de secundaria), se mostraba acompañada de uno de esos motoclistas que merodeaban en los suburbios de Ciudad Universum y que, según las monjas de la escuela, secuestraban y violaban a unas supuestas «chicas malas». La Foto de Trude la Roja era lo único que a Gwenn le quedaba de su hermana, porque Maggie Higheels había muerto. Es decir, se había convertido en Trude, la Dama Roja; y luego, se había largado para no volver más. Primero se cambió de color de pelo, luego se compró una chaqueta de cuero de motorista, una falda entablillada sobre las rodillas, unas pantimedias rotas, unas botas y, embarcada en uno de los vagones de tren, se marchó para siempre; o eso era lo que repetían sus antiguas compañeras de aula.

Esa historia la había escuchado Gwenn más de mil veces y, cada vez que se miraba al espejo como en aquella noche de brujas, sentía que era imposivle evitar recordarla.

—Físicamente somos realmente iguales —susurraba sin dejar de mirarse. Era una pena que Maggie Higheels ya no se encontrara a su lado como en los viejos tiempos. Lo único que había quedado eran residuos húmedos del vapor de un alma que se desvanece y los latidos de un corazón fantasma. Maggie Higheels se había ido para no regresar—. Gwenn, tienes que crecer. Eres una mujer. Tienes casi veinte años y... —Agachó la mirada con dirección a la mata de vellos negros que crecía en la zona baja de su vientre— tienes que intentarlo siquiera una vez... tienes que ponerte hermosa, porque es inevitable que despiertes pasiones, ya sabes, «es inevitable», tal como decía Maggie. Porque mañana a las ocho, cuando madre te mande a la iglesia para la celebración del día de muertos, te vas a escapar. Vas a seguir a las chicas de la preparatoria, te vas a colar en la fiesta y vas a emborracharte con una botella de güisqui hasta que uno de los chicos te de un beso y se vaya a la cama con...

Se detuvo.

El úl timo paso siempre era el más peligroso. El último paso era el que le daba pavor...
La saliva se le atragantó en la garganta.

—Maggie una vez dijo que lo que tenemos entre las piernas no es nada especial. Es una herramienta —susurró para darse un respiro—. Decía que teníamos que darle uso. Y que si eramos inteligentes, íbamos a triunfar.

Pero Maggie no había triunfado en lo absoluto.


Según las muchachas de la preparatoria había decidido huir porque tenía que hacerse una operación. Una operación muy dolorosa. La gente hablaba que había tenido que matar a un monstruo que llevaba dentro.

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