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Se
miró al espejo. El reflejo de una imagen con los hombros huesudos la atemorizaba
como todas las mañanas desde que alcanzó la pubertad. A Gwenn Higheels le
habían dicho que la pubertad era algo así como el principio de una carrera
hacia las lenguas del infierno (unas lenguas húmedas). O lo había leído en alguna
revista, periódico o en alguna pared pintarrajeada de la ciudad. La verdad era
que no lo recordaba. Una noche cuando se sentó junto a su hermana, ésta le dijo
que al interior del averno el calor era tan intenso que una mujer debía caminar
desnuda.
—Todo
empieza cuando viene el primer sangrado. Madre me dijo que debíamos sentirnos
sucias, porque desde ese momento despertamos las pasiones del diablo. Pero
descuida, pequeña, que para nosotras despertar pasiones es algo natural, y da
igual si son del diablo o de quien sea. Abrázame, ven acá. No tienes por qué
llorar cuando las demás te miran a los ojos y se burlan.
Gwenn
se inclinó para abrazar a su hermana, pero las lágrimas (realmente
incontenibles) continuaban brotando. En realidad no era tan fácil mantenerse
firme mientras las otras niñas se reían de su mala fortuna. El menstruo había
llegado mientras se bañaban juntas en la ducha. Las cinco habían sido
castigadas por jugarle una broma a la madre superiora (por supuesto que Gwenn
había sido una víctima. Por supuesto que no tenía nada que ver. Por supuesto
que las otras le habían echado toda la culpa) y, fue la pelirroja, la pecosa de
nombre Colette Daniels, la que la señaló ante sus compañeras porque un hilillo
de sangre empezaba a correrle por la entrepierna.
Entonces
comenzaron las carcajadas.
Y el
sonido de las regaderas echando agua, y un ruido de vapor, de respiración
agitada, y una niebla opaca que ensombrece la visión de las personas y el
cháschás de las gotitas golpeteando la mayólica. Un laberinto. Un infierno
chico que, sumado a los gritos de las pequeñas diablezas, hizo que Gwenn se
petrificara como una gárgola.
«Por
favor... Sólo quiero que termine... quiero que esto termine ya...»
Sus
sueños se iban a cumplir en unos cuantos minutos.
Iban
a destruirse...
Solamente
para convertirse en algo peor...
Porque
cuando una de las monjas irrumpió en el salón de baño las mejillas de Gwenn se ruborizaron
y, entonces, fue tratada como la peor escoria de la Clase del 96 de la
Secundaria Reverendo Marsdem.
Gwenn
sabía de qué se trataba.
—¡Zorra!
¡Eres una zorra, Higheels! —Le gritó la Hermana Dorothy Cassel poco antes de
darle una bofetada que la tumbó al suelo. El gope fue directo a los labios. Sonó
como un azotaina húmeda, como una nalgada y, una vez más, esa misma tarde,
volvería a brotar un hilillo de sangre de unos labios casi tan angostos como
los que la pequeña virgen escondía bajo el vientre. Gwenn se encontraba
acuclillada en un rincón de la ducha, llorando con el culo húmedo, frío,
mientras mantenía la mirada gacha, perdida sobre la mezcolanza de sangre y agua.
—Voy
a llamar a tu madre —añadió la Hermana Dorothy, ya mas calmada. Pero en sus
ojos podía percibirse una mezcla de descepción y repugnancia. Luego cerró la
puerta antes de retirarse.
—Fue
así como sucedió, Maggie —balbuceó Gwenn temblando sobre los hombros de su
hermana. El sudor de su cuerpo empezaba a sembrar un olor a rosas y a lavandas,
el cual, parecía opacar a los perfumes que manaban de la bañera atiborrada de
burburjas. Gwenn sintió que su hermana le correspondía el abrazo mientras le susurraba
unas palabras en el oído; palabras suaves como la espuma; pero al mismo,
profundas. Al fin y al cabo le acababa de formular una pregunta. Una pregunta
que Gwenn no quizo responder—. Mejor no, Maggie. Es que no deseo recordar esas
cosas. Lo único que me gustaría es que esta pesadilla terminara pronto.
Entonces
hubo una pausa.
Seguida
del sonido de una respiración de alguien que parece estar perdiendo la
paciencia.
—Bien.
Como tú quieras —respondió finalmente Magie, sabiendo que los ciclos
menstruales nunca iban a terminar. Ambas eran mujeres y el sangrado estaba
condenado a repetirse.
En
ese momento la presión del abrazo disminuyó. Cuando la distancia entre ambas empezó
a acrecentarse, Gwenn distinguió su rostro en las facciones de Maggie: unas
facciones frías, demacradas, casi sin vida. Era casi como verse a sí misma
dentro de unos ocho o nueve años (como una ventana hacia el futuro) y, al mirar
a travez de ella, siempre había pensado que llegarían a ser iguales o, por lo
menos, casi iguales.
«Prueba
de eso son las fotografías.»
Siempre
que revisaba los álbumes, Gwenn se veía reflejada en su hermana mayor; por
ejemplo cuando Maggie aparecía vestida de abeja en una fiesta infantil; o cuando
usó un vestido de bobos blancos en el matrimonio de Dorothea Humpfrey, la mejor
amiga de madre; o cuando Maggie, ya entonces conocida como Trude la Roja (más o
menos durante su primer año de secundaria), se mostraba acompañada de uno de
esos motoclistas que merodeaban en los suburbios de Ciudad Universum y que,
según las monjas de la escuela, secuestraban y violaban a unas supuestas «chicas
malas». La Foto de Trude la Roja era lo único que a Gwenn le quedaba de su
hermana, porque Maggie Higheels había muerto. Es decir, se había convertido en
Trude, la Dama Roja; y luego, se había largado para no volver más. Primero se
cambió de color de pelo, luego se compró una chaqueta de cuero de motorista,
una falda entablillada sobre las rodillas, unas pantimedias rotas, unas botas
y, embarcada en uno de los vagones de tren, se marchó para siempre; o eso era
lo que repetían sus antiguas compañeras de aula.
Esa
historia la había escuchado Gwenn más de mil veces y, cada vez que se miraba al
espejo como en aquella noche de brujas, sentía que era imposivle evitar recordarla.
—Físicamente
somos realmente iguales —susurraba sin dejar de mirarse. Era una pena que Maggie
Higheels ya no se encontrara a su lado como en los viejos tiempos. Lo único que
había quedado eran residuos húmedos del vapor de un alma que se desvanece y los
latidos de un corazón fantasma. Maggie Higheels se había ido para no regresar—.
Gwenn, tienes que crecer. Eres una mujer. Tienes casi veinte años y... —Agachó
la mirada con dirección a la mata de vellos negros que crecía en la zona baja
de su vientre— tienes que intentarlo siquiera una vez... tienes que ponerte
hermosa, porque es inevitable que despiertes pasiones, ya sabes, «es inevitable»,
tal como decía Maggie. Porque mañana a las ocho, cuando madre te mande a la
iglesia para la celebración del día de muertos, te vas a escapar. Vas a seguir
a las chicas de la preparatoria, te vas a colar en la fiesta y vas a
emborracharte con una botella de güisqui hasta que uno de los chicos te de un
beso y se vaya a la cama con...
Se
detuvo.
El
úl timo paso siempre era el más peligroso. El último paso era el que le daba pavor...
La
saliva se le atragantó en la garganta.
—Maggie
una vez dijo que lo que tenemos entre las piernas no es nada especial. Es una
herramienta —susurró para darse un respiro—. Decía que teníamos que darle uso.
Y que si eramos inteligentes, íbamos a triunfar.
Pero
Maggie no había triunfado en lo absoluto.
Según
las muchachas de la preparatoria había decidido huir porque tenía que hacerse
una operación. Una operación muy dolorosa. La gente hablaba que había tenido
que matar a un monstruo que llevaba dentro.
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